Platón (427 A.C.) descendía
de un hermano de Solón, y por consiguiente era de la familia de Codro, rey de
Atenas. Aristón fue su padre y Perictione su madre, aunque muchos creyeron que
su padre era Apolo, sobre lo cual, observa San Jerónimo, que los que inventaron
esta fábula no creían que un hombre tan sabio pudiese ser hijo de un mortal. Su
primer nombre fue Aristocles, y después se llamó Platón por ser muy ancho de espaldas. Dicen
que cuando estaba en la cuna durmiendo bajo un mirto, se acercó un enjambre de
abejas y se colocó en sus labios, de donde infirieron que su estilo seria muy
suave.
Su maestro de gramática fue Dionisio; de
retórica, Aristón; de música, Dracón, y de poesía y pintura, Mételo. A la edad
de veinte y un años, había ya compuesto algunas tragedias, pero las quemó
después de haber oído a Sócrates. Dedicóse enteramente a estudiar la doctrina
de este filósofo y muy en breve dio grandes pruebas de virtud. Los poetas
Antímaco y Nicerato, compusieron versos en honor de Lisandro, que fue el que
fundó la tiranía en Atenas. Lisandro debía dar un premio al poeta que
sobresaliese en estos elogios, y le dio a Nicerato. Antímaco se exasperó mucho
al saberlo, pero Platón le consoló, diciéndole que el juez era más digno de
compasión que él, porque la ignorancia es un mal más terrible para los ojos del
espíritu que la ceguedad para los del cuerpo.
Los tiranos de Atenas quisieron que Platón
fuese de su partido y le ofrecieron empleos importantes. Él no los admitió,
porque aunque deseaba ser útil a su patria, conocía que estando ésta gobernada
por aquellos hombres crueles y ambiciosos nada podría hacer en su favor. En
breve fueron expulsados los tiranos y mudado el gobierno, más este no era mejor
que el que le había precedido. Platón perdió enteramente las esperanzas de ser
útil a Atenas, y se dedicó de un todo a la filosofía, creyendo que de ésta
dependía la felicidad de los Estados.
Por aquel tiempo asistió a las lecciones
de Crátilo, que enseñaba la filosofía de Heráclito, y a las de Hermógenes, que
enseñaba la de Parménides. Pasó a Megara para ver a Euclides, y a Cirene para
perfeccionarse en las matemáticas. Visitó el Egipto y tuvo mucho trato con los
sacerdotes de aquel país, los cuales le dieron a leer los libros de Moisés y
los de los Profetas. En seguida hizo un viaje a Italia, con el designio de
aprender la filosofía pitagórica, después de lo cual, y teniendo cuarenta años,
fue a Sicilia, solo para ver las curiosidades de aquella isla. Este viaje, sin
embargo, tuvo un gran influjo en la suerte de los sicilianos. Dionisio, el
anciano, reinaba en la isla, y su favorito era Dión, su cuñado, hombre de
bellas disposiciones, pero pervertido por los cortesanos y aficionado al
despotismo, al lujo y a la sensualidad. Dión oyó a Platón, se prendó de su
saber, se aficionó a la filosofía que enseñaba; conociendo sus errores, quiso
que Dionisio oyese al filósofo, creyendo que éste le convencería.
Dionisio consintió en ello y tuvo una larga
conferencia con Platón. Dionisio que, por su propia experiencia, sabia cuan
sensatas eran las opiniones políticas de éste, no queriendo, sin embargo,
cederle, le dijo que sus discursos olían a rancio. «Y las tuyas, respondió Platón, huelen a
tirano.» Dionisio, que no estaba acostumbrado a oír la verdad, le preguntó
irritado, qué había venido a hacer a Sicilia. «He venido, respondió Platón, a buscar un
hombre de bien. Parece, repuso
Dionisio, que todavía no le has encontrado.» En otra conversación no
menos acalorada que tuvieron después, Dionisio le citó este pasaje de Sófocles:
«El que nació libre, si va a la corte, es esclavo.» Platón alteró el
pasaje en la forma siguiente: «El que nació libre, sabe conservarse libre
aunque vaya a la corte.» Dión, que temía las consecuencias de estas
disputas, pidió a Dionisio diese permiso a Platón de restituirse a Grecia,
aprovechando la salida de un buque que iba a Lacedemonia con un embajador.
Dionisio la concedió, y dio al embajador la orden secreta de matar a Platón o
de venderle como esclavo. El embajador le dejó en la isla de Egina, donde se
daba muerte a todos los atenienses que llegaban. Platón fue presentado a los
jueces, cuando uno de los concurrentes dijo, chanceándose, que aquel hombre no
era ateniense sino filósofo. Esto le salvó la vida, pero fue condenado a la
esclavitud. El que le compró le puso en libertad y no quiso que se le
restituyese el dinero que le había costado, diciendo que no eran los atenienses
solos los que apreciaban el mérito del filósofo.
Dionisio murió, y le sucedió su hijo
Dionisio el joven, príncipe mal educado, y que se dio a todos los vicios. Dión
le daba muy buenos consejos, y finalmente le dijo que sólo Platón podría
enseñarle a gobernar con acierto. Dionisio entonces tuvo vivísimos deseos de
ver a Platón, y le envió un correo con cartas suyas, de Dión y de los filósofos
pitagóricos que había en la isla, en que le rogaban encarecidamente pasase a
ella, sin perder tiempo. Platón, al principio, se resistió, más después
consideró que su viaje podría tener los más felices resultados, y se decidió a
emprenderle. Fue recibido por Dionisio y por el pueblo con honores que sólo se
tributaban a los Dioses. Dionisio empezó a sacar provecho de las lecciones de
Platón, y esto era tan contrario a las miras de los palaciegos, que resolvieron
deshacerse de tan importuno consejero. Habiendo aconsejado Platón al rey que
disminuyese su ejército y su escuadra, aquellos intrigantes dijeron al monarca
que la intención de Platón era dejarle sin defensa, para que los atenienses
atacasen sin dificultad a Sicilia.
Dionisio se encolerizó, pero descargó toda
su ira en Dión, a quien desterró a pesar de Platón, creciendo en tales términos
la amistad que a éste profesaba que llegó a tener celos de él, como de una
querida. Le alojó en su propio palacio, a fin de que no se escapase, y le
ofreció sus tesoros, con tal de que le amase más que a Dión. Platón le
respondió: “Nunca te amaré más que a Dión, pero te amaré tanto, cuando seas
tan sabio como él.» Dionisio le amenazó con la muerte, después le pidió
perdón, y Platón hubiera querido más bien el odio que el cariño de un hombre
tan arrebatado e imperioso. Por fin, sobrevino una guerra y Dionisio puso en
libertad a Platón, a quien quiso dar inmensas riquezas; más Platón no las
admitió y solo le pidió el cumplimiento de la palabra que le había dado de
alzar el destierro de Dión, cuando se hiciese la paz. Estando para embarcarse
Platón, Dionisio le dijo: «¡Cuan mal hablarás de mí cuando estés con tus
discípulos en la Academia! No permita Dios, respondió
Platón, que vayamos a perder el tiempo en la Academia hablando de Dionisio.»
Antes de ir a Atenas pasó a Olimpia a ver
los juegos. Allí vivió con unos extranjeros ilustres, a quienes sólo dijo que
se llamaba Platón, y su trato era tan modesto y sencillo, que ellos le tuvieron
por un hombre ordinario. Aunque estaban prendados de sus buenos modales, nunca
pudieron imaginarse que aquel Platón fuese el filósofo que de tanta fama
gozaba. Terminados los juegos, fueron juntos a Atenas, y Platón los alojó en su
casa. Inmediatamente que llegaron, los extranjeros le suplicaron los presentase
a aquel célebre discípulo de Sócrates, que se llamaba Platón, como él. Entonces
sé descubrió y sus huéspedes, llenos de admiración, le confesaron que para
cautivar el aprecio de cuantos le tratasen, no necesitaba más que de su
amabilidad, sin la filosofía.
Poco tiempo después, Platón dio unos
juegos al pueblo, y permitió que Dión, que se hallaba en Atenas, costease los
trajes y pagase otros gastos, a fin de que se granjease partido entre los
atenienses. Dionisio terminó la guerra, y deseando borrar la mala impresión que
podría hacer en los filósofos su conducta con Platón, reunió a muchos de ellos
en su palacio, y celebraba academias en que repetía, sin venir al caso, todo lo
que había oído decir a Platón. Pronto se le agotó su saber, y entonces conoció
cuán mal había hecho en no aprovecharse de sus lecciones. Despertóse de nuevo
en su corazón el deseo de verle; hizo que el poeta Arquitas le escribiese
aconsejándole que pasase a Sicilia, y no satisfecho con esto le envió una
galera y una embajada compuesta de muchos personajes y del filósofo Arquidemo, el
cual era portador de una carta concebida en los términos siguientes:
«Lo que con
más ansia deseo es que vengas pronto a Sicilia. Haré en favor de Dión todo lo
que tú quieres, pues no puedes querer sino lo justo. Pero si no vienes, declaro
que no haré nada que pueda serte agradable, ni en los negocios de Dión, ni en
nada.»
Esta carta exasperó a Platón, pero Dión le
rogó que accediera a los deseos del monarca, y lo mismo le pedían en sus cartas
todos los filósofos que se hallaban a la sazón en Sicilia. Platón cedió, y los
sicilianos, al verle en la isla, creyeron que Dionisio seguiría sus consejos, y
reinaría con moderación y justicia, y
Dionisio le recibió con las más extraordinarias muestras de afecto. Pero muy en
breve conoció el filósofo que el tirano sólo quería satisfacer su vanidad, y no
tardó en experimentar nuevos disgustos. Lejos de poner un término a la
persecución de Dión, sus bienes fueron vendidos a pública subasta, y Platón
estuvo en un verdadero cautiverio, puesto que no podía conseguir el permiso de
retirarse de nuevo a Atenas. Lo logró, por fin, después de muchas dificultades
y reyertas, y al pasar por el Peloponeso, encontró en los juegos Olímpicos a
Dión, a quien refirió todo lo ocurrido, y que juró vengarse de su perseguidor,
no obstante las sabías reflexiones que Platón le hizo para disuadirle de este
intento. Dión pasó a Sicilia con tropas, destronó al tirano, y marchitó su
gloria, permitiendo el asesinato de Heráclides. Este crimen no permaneció largo
tiempo impune. Dión murió a manos del ateniense Calipo, en medio de sus
triunfos y prosperidades.
Los sicilianos escribieron a Platón,
pidiéndole que les aconsejase lo que debían hacer en la triste situación en que
se hallaban, porque había facciones en la isla, y unos querían restablecer la
tiranía y otros estaban por el gobierno popular. Platón les respondió que un
Estado no podría ser jamás dichoso ni con la tiranía, ni con el abuso de la
libertad; que lo mejor era obedecer a un rey sometido a las leyes; que la
libertad desmedida y la servidumbre eran igualmente peligrosas, y producían
casi los mismos efectos; que la obediencia que se tributa a los hombres suele
no tener límites, porque no los tiene su codicia; que la que se tributa a Dios
es moderada, porque Dios no cambia, y siempre exige lo mismo de los hombres;
que esta obediencia es la única que puede hacer a los pueblos felices; y que
para obedecer a Dios, es necesario ceder a la ley. En seguida les daba consejos
muy sabios sobre el gobierno que debían adoptar, y las leyes que debían establecer.
Platón murió cinco años después de estos
sucesos, y pasó todo este tiempo empleado en enseñar la filosofía, sin
entrometerse en los negocios públicos. No quiso dar leyes a los cirenianos ni a
los tebanos; a aquellos porque amaban demasiado las riquezas; a éstos porque no
amaban la igualdad. En sus costumbres y modales, Platón observó
escrupulosamente la más prudente moderación, jamás se rió con exceso; jamás se
encolerizó. Su sobrino Espeusipo, arrojado de la casa paterna por causa de sus
vicios y desordenes, buscó un asilo en casa de Platón, el cual le acogió, y
vivía con él, como si no tuviera la menor noticia de la depravación de su
conducta. Los amigos de Platón le echaron en cara esta excesiva
condescendencia; más él les respondió que el mejor modo de corregir a Espeusipo
era su ejemplo. En efecto, el joven se aficionó a la filosofía, y sólo trató de
imitar el modelo que tenía a la vista.
Su modo de hablar suave y convincente
hacía mucha impresión en los que le escuchaban. Tuvo algunos amores, más se
mantuvo siempre soltero. Amó tiernísimamente a sus hermanos, odiaba la
venganza, y respondía con chistes a las injurias de sus enemigos. Dando un día
un banquete a varios amigos de Dionisio, entró Diógenes con los pies muy
sucios, y paseándose por la sala, cubierta de bellas alfombras, dijo: «Estoy
pisando el orgullo de Platón.» Platón respondió: «Estás pisando mi
orgullo con otro orgullo.» Platón decía que el hombre era un animal bípedo,
y sin plumas. Diógenes desplumó un gallo y le presentó a los Académicos,
diciéndoles: «Ahí tenéis al hombre de vuestro maestro.» Diógenes decía:
«Me echan en cara mis amigos que siempre estoy pidiendo, y que Platón no
pide nunca. La diferencia que hay entre los dos es que yo pido en alta voz, y
Platón al oído. »
Las doctrinas de este filósofo han
ejercido tanto influjo en las escuelas, que no nos parece inoportuno dar una
ligera idea de sus principios fundamentales. Su modo de raciocinar consistía en
asegurar lo cierto, examinar lo dudoso, y abstenerse de pronunciar sobre lo
incierto y poco probable. Por esto seguía a Heráclito en las cosas que se
pueden percibir por los sentidos; a Pitágoras en todo lo relativo a la
inteligencia; a Sócrates en la Moral y en la Política. La perfección moral
consistía, según su opinión, en vivir según la Naturaleza, es decir, conforme a
la voluntad de Dios. Dividía los bienes humanos en dos clases; bienes del
cuerpo, y bienes de la vida. Los primeros son puramente físicos; los segundos,
los medios que sirven a poner en práctica la virtud, como la riqueza, y la
buena opinión. Los bienes divinos son los que residen en el alma, y de estos
hay dos clases; bienes naturales y bienes morales. Aquellos son las buenas
disposiciones de la parte intelectual; estos, los frutos que se sacan de su cultivo,
como la sabiduría, la práctica de la virtud.
Sus teorías políticas han parecido
generalmente quiméricas, quizás porque propenden a una perfección de que los
hombres no se creen capaces. El gobierno que prefería era el monárquico, pero
sujetando el poder del monarca a la ley, y caracterizando de tiranía toda
autoridad que se ejerce a costa del bien general. El objeto de su plan
legislativo era formar una sociedad sin pobreza ni riqueza, gobernada por las
reglas de la justicia y de la virtud. Para conseguir este fin establece un
sistema admirable de educación, fundado en el conocimiento de Dios; impone
penas severas a los impíos y a los blasfemos; prohíbe los cultos particulares;
establece las reglas que se han de observar en las fiestas públicas y en la
música, cuyo influjo en los pueblos antiguos era tan extraordinario; en fin,
arregla todas las acciones de la vida pública y privada, encaminándolas al bien
de la sociedad y a la felicidad de los que la componen.
En su sistema físico-metafísico, porque así
podemos llamar a la Física de Platón, que comprende también el conocimiento de
las facultades mentales, establece por primera regla que el hombre no puede
conocer la verdad en el estudió de la Naturaleza, y que debe limitarse a buscar
la verosimilitud, siendo la más segura, en cuanto a la clasificación de los
seres, la división de todo lo que existe en espíritu y cuerpo. La materia,
según Platón, existe desde la eternidad, aunque en esta parte se contradice,
porque opina que el espíritu fue creado y que es anterior a la materia. Las
primeras cosas creadas fueron la tierra y el fuego, las cuales, siendo
contrarias, no pudieron estar mucho tiempo unidas. En efecto, el Gran Operario
del Universo las separó, formando el aire y el agua, y estableciéndolos como término
medio entre el fuego y la tierra por medio de la armonía numérica. En este
estado, el mundo era sólido, pero no perfecto, y lo fue cuando recibió un alma,
destinada a gobernarle, y a mantener la concordia, en la discordia de los
elementos. El Ser Creador imprimió después el movimiento a la materia, y
satisfecho de su obra, y deseoso de perfeccionarla, le dio una imagen de la
eternidad, que es el tiempo, cuyo origen es la creación de los cielos.
Después de las cosas visibles fueron
formadas las invisibles, esto es, los genios y los demonios. También se
formaron entonces a un mismo tiempo las almas de todos los hombres que han
existido, existen y existirán. Las opiniones de Platón sobre la Metempsicosis
han parecido muy obscuras a sus comentadores; lo que no tiene duda es que creía
que las almas, después de la muerte, volvían a animar otros cuerpos. Platón,
aunque fundado en ideas muy inexactas sobre la Anatomía, da una hermosa
explicación de los miembros del cuerpo humano, con el designio de hacer ver cuán
bien responden a las miras de la Divinidad, su configuración y su uso. Divide
el alma en tres partes, o por mejor decir, le da tres cualidades fundamentales:
a saber, la racional, la irascible y la concupiscible.
Concluiremos este bosquejo citando la célebre
definición del Ser Supremo, dada por nuestro filósofo:
«Dios
es único, dice, eterno, inmutable,
incomprensible. Ha formado y ordenado todas las cosas con su sabiduría, las
mantiene y conserva con su providencia. Esta en todas partes y en ninguna se
comprende. Está en todas las cosas, y no es ninguna de las cosas que existen
por él y que de él han recibido el ser. Es mayor que la ciencia. Todo lo ve,
todo lo oye y conoce y penetra los pensamientos más secretos. Llena la
profundidad de los abismos y la inmensidad de los cielos. Él es, y en él están
la ciencia, los bienes, las virtudes, la luz y la vida. Es infinitamente bueno,
e infinitamente justo. Ama a los hombres, y los ha criado para que sean
felices; pero como es la misma justicia y la misma santidad, no da la felicidad
sino es a los que se le parecen en justicia y santidad, y castiga a los que
corrompen el carácter sagrado que les había impreso, criándolos a su imagen.»
El estilo de Platón, como dice
Aristóteles, es un medio entre la elevación de la poesía, y la sencillez de la
prosa. Cicerón dice que si Júpiter se dignase hablar a los hombres, emplearía
el estilo de Platón. Panecio le llamaba, el Homero de los filósofos.
Platón, a quien toda la
antigüedad dio el sobrenombre de Divino,
por la elevación de sus opiniones y de su estilo, murió el primer año de la
Olimpiada 108, el mismo día en que había nacido, siendo de edad de 81 años.
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La República
Resumen de los Diálogos de Platón
Micro-abstract del pensamiento platónico
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