El super pedagogo que enseñó ética con humor y conciencia

By Mg. Giovanni A. Salazar Valenzuela

Créditos. Mural Consciente. UCMC


No hay que tomarse la vida tan en serio, nadie sale vivo de ella.” — Jaime Garzón

A veces, mi esposa y yo nos preguntamos qué sería de este hermoso país si Jaime Garzón aún estuviera entre nosotros. Su ausencia duele como la de un maestro que se fue antes de terminar la clase. Nos marcó la existencia de una manera que pocos pueden imaginar: con su risa aprendimos a pensar, y con su pensamiento aprendimos a no rendirnos.

Hablar de Jaime Garzón es hablar del profesor más irreverente y amoroso que tuvo Colombia, un hombre que convirtió la risa en método pedagógico y el sentido común en teoría del conocimiento. En un país donde muchos aprendieron a callar por miedo, Garzón enseñó el valor de pensar en voz alta, de cuestionar sin odio y de creer, aun en medio del desencanto, que educar es un acto de esperanza.

En su voz —a veces disfrazada de Heriberto de la Calle, otras de Godofredo Cínico Caspa— resonaba una lección viva de ética, pedagogía y ternura social. Cada palabra suya era una clase abierta de humanidad.

En este artículo lo presento,  como un modelo educativo y ético, una figura que demuestra que sí es posible aprender riendo, pensar amando y enseñar con concienciaPorque reír también es pensar, y en la risa de Garzón vibraba algo más que humor: vibraba una pedagogía de la libertad, una invitación a no perder la fe en lo humano, ni la sonrisa en medio del dolor.

La risa como conocimiento

Garzón entendió que la risa es una forma de conocimiento, una vía para descubrir la verdad sin violencia. No se reía para evadir la realidad, sino para enfrentarla sin miedo. Cada parodia suya era una clase abierta de ciudadanía. El chiste era la herramienta; la conciencia, el fin.

Cuando Heriberto de la Calle preguntaba con aparente ingenuidad:

“¿Y usté por qué roba tanto, doctor?”
no era una simple burla: era una pedagogía de la pregunta, un soplo socrático  que se forja como el alma de toda educación crítica.

Su humor encajaba con lo que David Ausubel llamó aprendizaje significativo: conectar lo nuevo con lo que ya sabemos. Garzón conectaba la ética con lo cotidiano, la política con la humanidad, la teoría con la calle. Sabía que nadie aprende si no se conmueve; por eso enseñaba riendo, para que el conocimiento doliera menos y se entendiera más.

La risa, en su sentido más profundo, era una forma de resistencia cognitiva. Como diría Hugo Assmann, “la educación verdadera no separa el conocimiento del gozo ni la razón del corazón”. Garzón personificó esa idea: su risa no anestesiaba, despertaba.

 

El bufón como maestro: ironía y verdad

En la Edad Media, el bufón era el único que podía decirle la verdad al rey sin ser decapitado. En la Colombia de los 90, ese bufón fue Garzón. Su humor no era burla sino ironía pedagógica: la capacidad de exponer el absurdo con una sonrisa.

Con Godofredo Cínico Caspa, Garzón enseñó que el privilegio suele hablar en nombre de la moral. Con Heriberto de la Calle, mostró que la sabiduría popular tiene más lucidez que muchos discursos académicos. Detrás del sarcasmo había siempre una lección de filosofía política: el poder sin ética es una farsa, y la risa puede ser un arma de conciencia.

Paulo Freire decía que educar es liberar, y Garzón lo hacía desde los medios de comunicación, simplemente convertía la carcajada en crítica social. En su pedagogía, la ironía reemplazó al castigo y la curiosidad sustituyó a la obediencia. No enseñaba desde la autoridad, sino desde la vulnerabilidad compartida. Era un maestro que se reía con los otros, no de los otros.

 

Aprendizaje transformador: cuando el humor cambia el pensamiento

El pedagogo Jack Mezirow sostiene que aprendemos de verdad cuando algo nos sacude la mente, cuando una experiencia desafía nuestras estructuras internas.
Eso hacía Garzón cada noche...romper esquemas mentales con humor. Su meta no era entretener, sino provocar; lograr que el espectador pasara de la risa al pensamiento y del pensamiento a la acción.

Era, en esencia, un maestro transformador. No entregaba respuestas, sembraba dudas. Y toda duda es semilla de libertad.

Desde la neuroeducación, podríamos decir que Garzón comprendió intuitivamente cómo el humor activa los sistemas cerebrales del placer, la memoria y la empatía. Reír libera dopamina y serotonina, neurotransmisores que aumentan la atención y facilitan la consolidación de recuerdos. Así, la risa no solo hacía pensar, también hacía aprender.

Por eso su enseñanza era tan poderosa, era un aprendizaje emocionalmente positivo dejaba la huella más profunda, ..mucho más que cualquier sermón o clase magistral.

 

Bioética de la risa: cuidar la vida desde el humor

Aunque parezca extraño, Garzón fue un bioeticista popularLa bioética, entendida como el cuidado de la vida, se manifiesta en el respeto, la empatía y la defensa de la dignidad. Heriberto no se reía del pueblo, se reía con él. Su humor era un acto de cuidado, no hería, curaba.

Denunció la injusticia y la corrupción como enfermedades morales que matan más que las balas. En un país donde la muerte se volvió paisaje, su risa fue un grito de defensa de la vida.

Hugo Assmann, en Reencantar la educación, sostiene que educar debe ser un acto de ternura y esperanza que humaniza. Garzón encarnó esa pedagogía afectiva: enseñó a mirar la realidad con compasión, a resistir sin odiar, a pensar sin deshumanizar. Su bioética era la de la calle, la de la solidaridad cotidiana, la del humor que cura el alma colectiva.

 

La universidad de la calle

Garzón no necesitó aulas ni diplomas: su campus era el país, su público, el pueblo entero.Enseñaba lo que el sistema educativo a veces olvida: pensar, indignarse y actuar. Su visión coincidía con la de Edgar Morin, quien pide una educación capaz de unir la razón con la emoción, la ética con la complejidad.

Para Garzón, el conocimiento debía servir para vivir mejor, no solo para aprobar exámenes. Su frase más citada —“El problema de este país no es que unos pocos hagan mucho mal, sino que muchos no hacemos nada.”— podría figurar en cualquier cátedra de ética ciudadana o bioética pública.

Su programa televisivo era un aula sin muros, un laboratorio de pensamiento crítico en tiempo real. Cada sketch era una clase de política, ética y humanidad. Por eso se le puede considerar un educador popular mediático, un comunicador que hizo de la televisión un instrumento pedagógico.

 

Educación del corazón mediante emoción, empatía y ternura

En tiempos donde se mide el aprendizaje por competencias, Garzón enseñó algo más valioso, la empatíaNunca ridiculizó al débil; exponía la arrogancia del poderoso. Su inteligencia era emocional antes que racional.

María Montessori afirmaba, que “la educación es un proceso natural que se desarrolla espontáneamente en el niño”. Garzón comprendió que el aprendizaje debía fluir desde la curiosidad y la libertad, no desde el miedo. Desde mi humilde interpretación, cada entrevista improvisada de Garzón, era un ejercicio montessoriano de observación del entorno, escuchar, comprender, acompañar.

Howard Gardner, con su teoría de las inteligencias múltiples, habría reconocido en Garzón un genio de la inteligencia interpersonal y lingüística, sabía leer las emociones colectivas y devolverlas convertidas en reflexión.

Humberto Maturana, decía que “conocer es un acto de amor”. Garzón lo practicó. Su pedagogía fue un acto amoroso: reír para sanar, pensar para cuidar. Fue pionero del aprendizaje socioemocional, décadas antes de que la neurociencia confirmara que sin emoción no hay aprendizaje ni ética, ojo esto lo recalco en mis clases de Modelos de Aprendizaje.

 

Un modelo de aprendizaje humanista

Si tuviéramos que ubicarlo en las corrientes educativas, Garzón sería:

  • Constructivista, porque partía de la experiencia del pueblo y de la realidad social.
  • Humanista, porque creía en la capacidad del ser humano para transformarse.
  • Crítico, porque su meta no era adaptarse al sistema, sino cuestionarlo.

Lev Vigotsky hablaba de la zona de desarrollo próximo, ese espacio donde se aprende junto a los otros. Garzón construía ese espacio en cada diálogo: sus personajes eran mediadores culturales, puentes entre el saber popular y el saber académico.

Carl Rogers decía que “aprender es ser libre”. Garzón enseñó esa libertad con cada palabra y cada gesto.

Incluso el conductismo, que enfatiza la repetición y el refuerzo, encuentra eco en su obra: el “refuerzo positivo” era la risa, y el “estímulo” era la conciencia. Su método era tan simple como profundo: enseñar riendo para aprender viviendo.

Desde la neuropedagogía, su trabajo demuestra que el humor y la empatía son poderosos facilitadores del aprendizaje ético: activan la corteza prefrontal —donde se regulan la moral y la toma de decisiones—, generando no solo conocimiento, sino transformación interior.

 

Ética, política y educación: un trebol garzoniano

Garzón unió tres fuerzas que la educación tradicional suele mantener separadas: la ética, la política y la pedagogía. Su humor era ético porque defendía la dignidad humana, político porque desafiaba las estructuras del poder, y profundamente pedagógico porque enseñaba sin pretenderlo, transformando la conciencia del país a través de la risa. En él, la coherencia era su mejor lección: su ética no era teórica ni académica, sino una ética vivida, encarnada en el día a día, en la manera de mirar al otro, de escuchar, de denunciar y de servir.

Fue, sin lugar a dudas, un educador público en el sentido más noble del término: alguien que entendió que educar es despertar conciencia en la plaza, en la televisión, en la calle, o en el corazón de la gente común. Enseñó a pensar la realidad nacional con criterio moral pero sin fanatismo, con humor pero sin superficialidad, con crítica pero sin odio. Su palabra era un espejo que nos devolvía la imagen del país, no para condenarlo, sino para inspirarlo a cambiar.

Garzón logró que miles comprendieran que la ética no se estudia: se vive. Que la bioética no es solo un concepto de laboratorio o aula, sino una práctica diaria de cuidado, respeto y coherencia. Su forma de hacer humor fue una verdadera bioética en acción: una ética del cuidado expresada en gestos, carcajadas y personajes que tocaban fibras profundas de humanidad.

Como diría Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Jaime Garzón fue, sin duda, una de esas personas. Educó con la palabra y con el ejemplo, con la ironía y con la ternura. Su pensamiento sigue siendo una brújula moral en un tiempo donde la información abunda pero la conciencia escasea.

Hoy, en medio del poderoso mundo que se transforma a gran velocidad por la inteligencia artificial y las tecnologías emergentes, su voz resuena con más fuerza que nunca. Nos recuerda que ningún algoritmo podrá reemplazar la empatía, la compasión ni la conciencia ética, porque esas son cualidades profundamente humanas, las mismas que él cultivó desde el humor y la enseñanza.

Garzón fue un profeta civil, un pedagogo de lo humano que nos enseñó a pensar riendo y a reír pensando. En su mirada se encontraba la convicción de que solo educando con amor, sentido crítico y coherencia moral podremos construir un país verdaderamente libre y conscienteComo diría Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo.” Garzón fue una de ellas y su voz resuena con gran poder en medio del poderoso mundo que se transforma mediante la IA.

 

La risa como resistencia ética

En un país herido por la violencia y marcado por la desconfianza, Jaime Garzón levantó su voz —y su risa— como un acto de resistencia. Su humor no era evasión ni frivolidad: era un antídoto contra el miedo, una forma inteligente y profundamente humana de recordarnos que todavía era posible pensar, sentir y soñar en medio del horror. Reír, en Garzón, no era una simple carcajada; era una declaración ética. Era su manera de decir: “No me van a robar la alegría ni la esperanza”.

Por eso, aunque algunos lo redujeron a un comediante, su verdadera labor fue la de un pedagogo ético. Garzón convirtió la risa en una herramienta de conciencia social: desnudó la corrupción con ironía, expuso el absurdo de la guerra con ternura y nos mostró que el verdadero poder no reside en las armas ni en el dinero, sino en la claridad de la conciencia. En tiempos donde la mentira era la norma, él se atrevió a educar desde la verdad disfrazada de humor.

Y sí, eso también es bioética, aunque a sus detractores les incomode reconocerlo. Porque la bioética, en su sentido más profundo, es el arte de mantener viva la dignidad humana cuando todo invita a perderla. Garzón lo hizo cada vez que nos recordó que reír no era rendirse, sino afirmar la vida. Su pedagogía de la risa nos enseñó que la ética no se impone con sermones ni se aprende en manuales; se inspira con el ejemplo, con la coherencia de quien predica con sus actos.

Una sociedad que aún puede reírse de sí misma, sin cinismo ni odio, todavía tiene posibilidad de sanar. Y un pueblo que ríe con conciencia —que se burla del poder sin odiarlo, que se ríe de su dolor para transformarlo— está aprendiendo el arte más difícil y más urgente, el arte de ser libre.

La última lección fue: pensar es el mayor acto de amor

Garzón no solo nos hizo reír; nos enseñó a pensar riendo, y eso —en tiempos de confusión y cinismo— es quizá el acto más ético y valiente que puede ejercer un ser humano. Su pedagogía no se escribía en pizarras ni en tratados, sino en gestos, personajes y silencios llenos de sentido. Fue un llamado a no acostumbrarse a la injusticia, a mantener el pensamiento despierto, y a recordar que la risa también puede ser una forma de resistencia.

Jaime Garzón comprendió que la educación no se reduce a transmitir contenidos, sino a sembrar conciencia, a despertar en cada persona la capacidad de mirar críticamente su entorno sin perder la ternura. Nos mostró que la bioética empieza cuando dejamos de ser indiferentes, cuando comprendemos que cada vida importa, y que cuidar del otro —con palabras, humor o acciones— es el núcleo mismo de toda ética.

Su legado sigue siendo un faro encendido en medio del ruido y la desesperanza, un recordatorio luminoso de que enseñar es un acto de amor y que reír es una manera profunda de cuidar la esperanza. En cada clase que se dicta con pasión, en cada joven que se atreve a pensar distinto, en cada ciudadano que decide actuar con conciencia, vive el espíritu pedagógico de Jaime Garzón.

Mi esposa y yo final mente concluimos que Jaime vive en nosostros los educadores y en todos los colombianos que lo recordamos con cariño, porque nos enseñó que educar es creer en el ser humano, y que solo quien ama sin miedo a su pueblo puede transformar la risa en sabiduría y la conciencia en destino. Por eso, más que un maestro, fue un Súper Pedagogo del alma.

“Si los de arriba no educan con el ejemplo, los de abajo aprenderemos a enseñar con la risa.” — Jaime Garzón


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